Para ser yo he de ser otro.
Salir de mí, buscarme entre los otros.
Los otros que no son si yo no existo,
Los otros que me dan plena existencia.
Octavio Paz, “Los otros”
Hermoso poema. En él, Octavio Paz, siguiendo a los existencialistas, nos dice que es la mirada de los otros lo que nos hace ser quiénes somos. A veces los otros nos aman y su mirada es amorosa; a veces, nos odian y su mirada nos atemoriza y otras veces, muchas, se miran a sí mismos en nosotros…
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El tema de la mirada de los otros es central en mi historia personal.
La importancia de la mirada de los otros surge muy temprano en mí por la necesidad de agradar a mis padres. Ese patrón se me instaló para otros vínculos. A ese patrón lo llamo “La búsqueda de aceptación”.
Repasando mi vida, concluyo que esa búsqueda y sobre todo la necesidad de ser aceptada, fueron la causa de mucho dolor y del ocultamiento de mis gustos y preferencias personales.
Como consecuencia de esta necesidad, toda mi vida estuvo dedicada a la búsqueda constante de aceptación y a esta distinción del lenguaje quiero referirme en este trabajo.
Definamos el alcance de esta distinción.
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En mi caso particular, dediqué gran parte de mi vida a esta búsqueda de aceptación y esto conllevó sufrimiento.
DESARROLLANDO
La búsqueda de aceptación o la necesidad de ser aceptado está en la esencia de los grupos humanos. Somos seres sociales porque hubo aceptación; esa condición funda lo social. No hubiera surgido el lenguaje si no hubiera habido aceptación del otro. Cito a Humberto Maturana:
“Sólo son sociales las relaciones que se fundan en la aceptación del otro como un legítimo otro en la convivencia y que, tal aceptación es lo que constituye una conducta de respeto. Sin una historia de interacciones suficientemente recurrentes, envueltas y largas, donde haya aceptación mutua en un espacio abierto a las coordinaciones de acciones, no podemos esperar que hubiera surgido el lenguaje”[1]
Todos buscamos ser aceptados y queridos. Seguimos siendo iguales, en ese sentido, que hace tres millones de años.
(Es cierto también que existen seres humanos que se aíslan o buscan lo contrario, o por lo menos, así pareciera. Pero no son mayoría.
Muchos de estos seres que se aíslan, manifiestan que se sienten incomprendidos por el mundo y el resto de los seres humanos o se sienten inferiores, no dignos de ser queridos y por eso, anuncian que son ellos quienes no quieren al mundo.
También está el caso de aquellos que se aíslan del resto de los seres humanos porque sienten la necesidad de conectarse con la divinidad, con algo trascendente y el mundo los distrae de ese propósito, como los místicos, los ascetas, monjes o religiosas de clausura).
¿Por qué esta necesidad de ser aceptado es tan común en los seres humanos?
Porque somos seres incompletos y vulnerables y necesitamos de los otros seres. La aceptación de los demás y su atención se convierte en una cuestión de supervivencia para el niño. Pero durante el resto de la vida, debido a que seguimos siendo incompletos y vulnerables, buscamos agradar para recibir amor o aceptación o compañía o dinero, o cualquier otra cosa que nos dé la ilusión de que estamos completos y no somos vulnerables.
Recuerdo mi época de Consultora de Outplacement, cuando escuchaba de hombres y mujeres, recientemente desvinculados de una empresa frases, como: “Yo era Gerente de XXXX y ahora qué soy? ¿Por qué me eligieron a mí? Yo hice todo para ser un buen empleado y me echaron. ¿Quién soy si no tengo trabajo?” y otras… Lo que más les molestaba era el miedo a no ser aceptados, a no ser reconocidos y a no tener trabajo, a estar excluidos. A ser “echados de la tribu”.
Pero, en algunas personas, como yo, esto que es común a todos los seres humanos, estuvo siempre muy marcado. Siempre sentí que la mirada de los otros era necesaria para validarme, darme existencia, para que me hiciera digna de ser querida y aceptada.
Los orígenes, sin duda, están en mi primera infancia. Nací mujer a pesar de lo que deseaba mi padre. Soy la hija mayor y mi padre deseaba “el heredero”. Yo nací la tarde de un primero de marzo y mi padre vino a verme al día siguiente después de haber llorado toda la noche porque no había nacido hombre.
Intuyo que durante mi infancia, debo haber escuchado y me debo haber adaptado a esos consejos que tenía preparados para su hijo varón: no mostrar debilidad, no llorar, no pedir ayuda, no manifestar emociones, ser profesional y triunfar en lo económico, dedicarse a trabajar con empresas. Mis deseos no se correspondían con esos consejos. Entonces, gran parte de mi relación con él – y con mi madre también- se estableció ocultando mis deseos para que me aceptaran como su hija. Además, ¿cómo iba a cumplir con su deseo primero, si soy mujer? Hiciera lo que hiciera, nunca iba a ser aceptada…
Recuerdo situaciones concretas. Por ejemplo, de muy niña, leía con fervor todo lo que tuviera que ver con la mitología griega, hurtando libros a escondidas. Cuando me enteré de que los Reyes Magos eran mis padres, a los 8 años, le pedí a mi mamá que me regalara un libro de mitología griega. Me miró raro, sin entender mi interés por esos temas. Esa mañana del 6 de enero, recibí un libro de fábulas de Esopo, narradas para niños. Me dio mucha pena no haber recibido mi libro. Supongo que inferí que la mitología griega no era cosa de niños y oculté mi aficción por las historias y la mitología.
Otro ejemplo: cuando estaba terminando mi escuela secundaria, dije a mis padres que quería estudiar Actuación en el Conservatorio de Arte Dramático. La respuesta fue: “Esa no es una carrera”. Elegí lo más parecido: Letras. Intentaron convencerme: Abogada, Odontóloga, Contadora. Me defendí. Aceptaron Letras a regañadientes. Recién a los 30 años, estudié Teatro.
Cumplí con casi todos los mandatos, con el costo que conlleva: tengo una máscara de omnipotente y no vulnerable, fui profesional y aún hoy sigo estudiando, (la diosa Atenea), trabajo en empresas, soy emprendedora. Mis deseos fueron “la parte oscura” que yo debía ocultar.
Mis gustos (el arte, el teatro, la literatura, lo espiritual) eran motivo de bromas, como una carrera menor. De hecho, cuando yo juré y recibí mi título de Profesora de Castellano, Literatura y Latín o cuando hice mi Licenciatura, siempre estuve sola. Mis padres no fueron a esos actos. Sí cuando mis dos hermanos se recibieron de abogados.
Jean Shinoda Bolen dice en su libro “Las diosas de cada mujer”:[2]
“Si la familia recompensa y alienta a la niña para que desarrolle lo que viene de manera natural, ésta se siente bien consigo misma a medida que hace lo que realmente le importa. Lo contrario le ocurre a la niña cuyo patrón de diosa se encuentra con la desaprobación de su familia. La oposición no cambia el patrón intrínseco, sino que simplemente hace que la niña se encuentre mal consigo misma por tener los rasgos e intereses que tiene”.
Ciertamente, la pasaba mal. Pensaba que era adoptada y que en algún momento iban a aparecer mis “padres artistas” a rescatarme. Para sentirme bien, busqué distinguirme en mis estudios primarios y secundarios. Porque suponía que eso me iba a dar la aceptación y el reconocimiento de mis padres.
Necesitaba la aceptación del otro para creerme mi talento y mi valor, por eso busqué las buenas calificaciones, los premios, la bandera, el galardón de mejor compañera. Esa era la manera de validarme. Si tenía buena nota, entonces era buena…pero el problema es que nunca era suficiente porque cada día era “un nuevo examen”. Fui abanderada en la primaria, mejor compañera, primera escolta en la secundaria, mejor compañera, etc., etc. Pero como yo no me validaba, estaba siempre buscando que la validación viniera de afuera. La validación venía pero nunca era suficiente para mí.
Si bien los buenos resultados me dieron alegría, nunca se comparó con la alegría que sentí cuando tuve logros en proyectos elegidos de acuerdo con mis gustos. Pero eso fue a partir de los 30 años…
De niña, sólo un juicio negativo de un profesor o de un maestro, hacía que me sintiera desvalorizada y no aceptada. Cuando tenía 12 años, decidí junto con mi hermano, estudiar guitarra y canto. Fuimos ambos a ver a un profesor. Nos hizo cantar a los dos. Recuerdo que refiriéndose a mí dijo: “Vos no cantes, vos estudiá guitarra y que tu hermano cante”. Durante muchos años, reprimí mis deseos de cantar, aunque amo hacerlo. Consideraba que era mala cantando. Sin embargo, estudiaba en secreto y me animaba de tanto en tanto a hacerlo en público. Sufría por no ser buena como mi hermano, sentía que no me querían, que no valía.
Durante mi infancia, formé un juicio que podría describirse así: “Si el otro me aprueba, tengo valor y existo. Si valgo y existo, soy digna de ser querida. Para eso, debo esforzarme por cumplir con los requisitos para ser aprobada”.
En el dominio del trabajo, sucedió lo mismo. Recuerdo que frente a la primera capacitación que diseñé para 300 vendedores, el índice de desaprobación del curso había sido de 0.08 (creo) pero yo lloraba por las opiniones contrarias que habían escrito los que habían desaprobado el curso. Para mí, esas opiniones significaban que no era buena diseñando capacitación.
Cuánto sufrimiento y cuánto esfuerzo para sentirme valorada…
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- Fueron rechazados de pequeños o poco atendidos por sus padres. No sólo por desinterés o desamor sino por otras razones como: muchos hermanos, enfermedades de sus padres, pobreza extrema
- Tuvieron alguna enfermedad o discapacidad física que los hizo sentirse inferiores o diferentes
- Tuvieron gustos o inclinaciones distintos a los “aceptados por la tribu”.
Las consecuencias
Una de las principales consecuencias de la necesidad de ser aceptado es el sufrimiento que acarrea porque, cuando nos esforzamos por ser lo que el otro quiere, ocultamos nuestros propios deseos, gustos, talentos naturales. El esfuerzo ocurre por querer ser otro. Cuando uno se muestra tal cual es, no hay esfuerzo.
Dice Romano Guardini en su libro “La aceptación de sí mismo”:[3]
“Lo que yo llamo yo es lo que me está dado.(…) Mi ser yo es para mí lo obvio, lo primero, el núcleo de todo lo demás (…) La sensación de que ser yo sea un deber debilita porque desaparece la conciencia de estar dado a sí mismo”
¿Cómo no sentir sufrimiento si lo obvio, lo dado, lo primero, no es valorado?
¿Cómo no sentir dolor y culpa si cuando los padres de mis amigas se enorgullecían de las carreras de sus hijas, mi padre decía que yo estudiaba algo que no sabía cómo se llamaba ni para qué servía?
¿Cómo no sentir un extrañamiento con uno mismo cuando lo que a uno le gusta y le causa placer no puede ser compartido por el resto de la familia?
La primera vez que encontré este tema en mí fue cuando leí de niña el cuento de Andersen “El patito feo”. El relato describe la historia de un patito feo, criado entre patos, que es rechazado y busca que lo acepte su familia hasta que descubre un día, ya de mayor, que es un cisne que- por equivocación- fue empollado por una pata. Durante el tiempo que se cree pato, sufre mucho el rechazo, trata de ser y de hacer lo que sus hermanos hacen, es despreciado por el resto del gallinero por ser diferente. Clarissa Pinkola Estes lo desarrolla en su libro, “Mujeres que corren con los lobos”[4]. Trata “el mito del patito feo”, o sea, la mujer que es rechazada por su familia o por su tribu por tener intereses diferentes y el sufrimiento que tal cosa acarrea.
“Cuando el sentimiento anímico particular de un individuo, que es simultáneamente una identidad instintiva y espiritual, se ve rodeado por el reconocimiento y la aceptación psíquicas, la persona percibe la vida y el poder con más fuerza que nunca. El hecho de descubrir a la propia familia psíquica confiere a la persona vitalidad y sensación de pertenencia”
En mi caso particular, no le di suficiente desarrollo a una Silvia artista, espiritual, creativa, sensible. Y los espacios que le dí a esa Silvia, fueron vividos con culpa. Es verdad que de más grande estudié Teatro, Actuación y Dirección. Pero nunca participé a mis afectos más cercanos de mis éxitos en esa carrera. Mi primera puesta en escena, aún hoy, me parece novedosa y creativa. Tuve buenas críticas y sin embargo, no participé a los demás de esos logros. Los oculté como “una vida paralela”. Durante la época que trabajé en empresas, en RRHH, nadie sabía que yo había estudiado Teatro o que yo era Asesora o Productora de espectáculos. Me cuidaba bien de ocultarlo. Después descubrí que muchas de mis competencias artísticas eran “un plus” pero durante años no compartí mis gustos ni participé a otros de mis logros artísticos.
Otra consecuencia de la necesidad de ser aceptada, es la incompetencia que para recibir y aceptar juicios negativos. En los ejemplos anteriores, lo puse de manifiesto. Una mala nota, una opinión negativa, una crítica a mi trabajo, aún hoy son vividas con dolor y sensación de rechazo. La diferencia es que en la actualidad, lo supero rápidamente. De joven, podía durarme días. Esta incompetencia me hace estar siempre a la defensiva, justificándome, para no sentir que no me aceptan.
Hace un tiempo vi una película de Disney, Happy Feet, donde a un pingüinito le pasaban cosas parecidas. La historia cuenta cómo viven los pingüinos emperadores, los cuales para conseguir su pareja monogámica de por vida, tienen que entonar una canción. Cuando la canción es entonada por dos pingüinos, se forma la pareja. En la película que cito, Mumble, es el peor cantante de toda la colonia pero descubre que es un excelente bailarín. La colonia lo rechaza. Su padre se avergüenza y el líder de la comunidad lo invita a irse. Viaja por otros lugares, conoce a otros personajes que lo aceptan. Finalmente y gracias a su condición de bailarín (Autoaceptación y fidelidad a sí mismo), logra salvar a su colonia de un desastre ecológico.
El tema del exilio por ser diferente, tantas veces presente en narraciones…
Cito nuevamente a Clarissa Pinkola Estés:
“Cuando la cultura define minuciosamente lo que constituye el éxito o la deseable perfección en algo, en la psique de todos los miembros de esa cultura se produce una introyección de los mandatos correspondientes con el fin de que las personas puedan acomodarse a dichos criterios. El tema del exilio puede ser doble: interior y personal y exterior y cultural”[5]
Considero que en mi caso, el exilio fue interior y personal. Oculté mis deseos para garantizarme la no recepción de juicios negativos. De ahí, mi incompetencia de adulta.
Vienen a mi cabeza ejemplos del cine. Recuerdo a Billy Elliot a quien su padre había anotado en boxeo y en realidad, era un excelente bailarín clásico. Y tantos otros…
Cuánta energía gastamos en agradar y buscar la aceptación del otro…
Otra consecuencia es el desconocimiento de uno mismo. El hecho de buscar ser lo que el otro quiere me hizo desconocerme durante buena parte de mi vida. No tuve conciencia de quién era yo, de mis fortalezas y debilidades, de mis talentos naturales. Los intuía pero los negaba o minimizaba porque no estaban dentro del modelo aceptado en casa. Por ejemplo, siempre tuve condiciones para escribir. Gané una mención por un cuento cuando tenía 8 años (“El helado de chocolate y frutilla”, me acuerdo todavía) y hubo otros premios durante mi vida. Sin embargo, nunca me dediqué, ni fui a un taller literario para desarrollar ese talento natural. No solamente lo negué sino que muchas veces, me avergoncé de hacer teatro, de escribir poemas, de la literatura o de mis gustos artísticos.
El desconocimiento de uno mismo trae aparejado el poco desarrollo de los dones y los talentos naturales.
CONCLUYENDO
No se puede ir “en contra de uno mismo” mucho tiempo sin pagar un costo. Diciendo “costo” me refiero a las consecuencias físicas y emocionales que traen aparejadas el desconocimiento y la negación de uno mismo.
En algún momento, tomamos conciencia de ese dolor que tiene su origen en haber perdido conexión con “nuestro faro interior” y en haber hecho lo contrario de lo que hubiéramos querido hacer, libres de mandatos y de la mirada del otro.
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Lo primero que quiero cambiar es mi propia mirada. Quiero una mirada más abarcativa, más amorosa, reconciliarme con la mirada de los otros. Quiero, finalmente, aceptar a las Silvias que viven en mí. Con sus luces y sus sombras…Distinguiendo, puedo intervenir.
Respecto de la mirada de los otros, ellos me constituyen ya que sin los otros, no soy consciente de mi identidad pública. De alguna manera, “me dan plena existencia” también. Una existencia más consciente, de lo que muestro, de mis máscaras, de mi ser más profundo, de mis luces y mis sombras. Pero aceptar su mirada no excluye ni invalida la mía.
Si no tengo mirada amorosa del otro, acepto que esto es así, sin asociarlo -como hacía antes – con que no valgo, no estoy capacitada, no existo. Y si, por el contrario, tengo mirada amorosa del otro, acepto que esto es así, sin asociarlo a que valgo, estoy capacitada, existo.
Mi “sombra” es parte de mí. La veo y la reconozco mirándome en los otros. No busco su aceptación, ocultándola. A lo sumo, pido perdón si algo de eso los daña.
Lo importante es que, en este presente que transito, logré aceptarme, íntegramente y brindarme una mirada amorosa a mí misma.
Creo que el autoconocimiento y la autoaceptación es el camino, buceando en nuestra identidad más profunda, allí donde sólo nosotros podemos llegar…
Silvia Vales
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[1] Humberto Maturana. Emociones y Lenguaje en Educación y Política. Santiago de Chile. J.C. Saiz. 2008
[2] Jean Shinoda Bolen. Las diosas de cada mujer. Una nueva psicología femenina. Barcelona. Ed.Kairos
[3] Romano Guardini. La aceptación de sí mismo. Las edades de la vida. Buenos Aires. Ed. Lumen
[4] Clarissa Pinkola Estes. Mujeres que corren con los lobos. Barcelona. Ediciones B
[5] Clarissa Pinkola Estés. Op.Cit.
Tomado de: http://www.silviavales.com.ar/articulos.php?det=26
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